miércoles, 8 de diciembre de 2010

Tostadas Tuc y embutidos variados

Los últimos días he comido fuera. No estaba donde suelo y por eso.

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Sólo existen los sitios en los que uno está. No es egocentrismo sino una sabiduría emocional innata. A todos se nos revela de niños. Al principio los recintos quedan limitados a espacios pequeños: estancias, habitaciones, dormitorios (todo sinónimos), luego se extiende a pisos, viviendas, paisajes que alcanzamos a ver por nosotros mismos (una vez aprendemos a mirar por la ventana). Piaget por ejemplo ha escrito profusa y aburridamente sobre todo esto. 
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A mi edad esta certeza ha alcanzado las ciudades, o mejor dicho, se reduce a ellas. La ciudad donde me hallo es lo único real. Al moverme de mi ciudad, ésta desaparece, con mis cosas, mis amigos o mi propia cocina... Si recibo una llamada procedente de allí, participo como personaje en una especie de ficción paranormal que deseo sea todo lo familiar y reconfortante mientras cojo el teléfono. 
Sci-Fi unamuniana. 

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Los gestos faciales automáticos que Darwin observó en distintos seres humanos alejados entre sí decenas de miles de kilómetros son vasos comunicantes de este agujero negro. Sin embargo, acciones elaboradas como dar palmas o besar denotan simplemente una falta de imaginación fantasmagórica en nuestra especie, a un lado y a otro del espejo.  

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La cartografía es una suerte de actividad esotérica compuesta de fórmulas míticas y fantásticas que sólo pueden ser consultadas a cámara lenta.
Los niños detestan los mapas.


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Dejamos de creer en esta intuición progresivamente, a la vez que nuestro espacio real percibido se agranda y con él, nuestro cuerpo y mente, que se van haciendo extraños y desconocidos (según un novelista famoso, a partir del preciso momento en que se es consciente de la juventud de los futbolistas favoritos, según un poeta que sólo conozco yo, cuando el súbito vuelo de una mariposa nos asusta en lugar de sorprendernos).

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Un heptasílabo perfecto: tejado caperuza. Otro: chicle de miel helado. Un endecasílabo: tienes las manos frías de un fantasma.
Todos son frases de niño.

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Niño muerto en la nieve. 
Este es mío y mucho peor que los anteriores.

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Un obseso de su infancia es Robert Crumb, quien en aquel documental que Terry Zwigoff rodó sobre su  arte y su mundo declaró que el principal quebradero de cabeza a la hora de dibujar eran precisamente los entornos exteriores donde ocurren las historietas: cables de electricidad, esquinas, muros, aceras, sembrados, edificios...
Las ciudades, los pueblos, la nada si es que uno es niño y no se pasa por ahí o no se ve. 
Dónde no me hallo no hay nada y la nada es lo más difícil de dibujar. Crumb infantil, como tantos artistas, lo sabe y no lo olvida, porque lo experimenta.
Hasta un niño comprende eso.

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La mayoría de películas orientales se detienen en esa nadería inútil precisamente por esa razón: sólo resultarán creíbles si se manifiestan a la misma velocidad conque el entorno se muestra ante nosotros originalmente.
Si una chica se bebe un cartón de leche se nos muestra durante el tiempo que sea necesario como el líquido se vierte en el vaso, conque delicadeza, rabia, descuido o mano toma la chica el recipiente, se lo lleva a la boca y lo bebe. Y aún nos queda el gesto de delectación, asco o indiferencia mientras saborea.
A menudo son narraciones conscientes de su condición representativa para con el espectador. Si éste no deja de serlo para experimentarlo, si no entra, se aburre, (lo cual, por otro lado, no debería suponer ningún problema teniendo en cuenta que se trata de una película).
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Este tipo de arte no es fácil porque se parece a la vida.
No hay arte fácil camarada, le dice una especie de chica beatnick a otro bohemio en cierta historieta de Crumb. En cada viñeta el dibujo muta de estilo: cubista, renacentista, futurista...  

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Mañana una variación de cierta leyenda oriental que arrojará luz o mierda sobre todo esto.


Hoy no.

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