lunes, 28 de febrero de 2011

Garbanzos de lata con atún y queso de untar Philadelphia light

En los primeros noventa yo hacía graffitis. Me levantaba los sábados a las cuatro de la mañana y tras esquivar a juerguistas, prostitutas y demás fauna nocturna, pintaba en los muros o en los carteles de tráfico o incluso en algún tren. Casi siempre iba solo pero a veces no. Mejor dicho, al principio iba acompañado, poco después evité a mis compis.  O mejor dicho: ellos me evitaban a mí. Los motivos de esta soledad tenían su origen en las firmas. El rollo old-school. Para explicarme el hecho de que, al menos en mi ciudad, el graffiti se vinculaba a la órbita del hip-hop. Creo que aún sigue así.  


Creo que en la calle se pueden hacer cosas mejores que esto. Firmas que sólo entiendes tú y tus colegas y que en la mayoría de casos afean el ambiente. Y ya hay fealdad a tope en las ciudades como para potenciarla encima o como para joder la poca belleza que albergan, esto es, simple y llanamente, firmar en una zona monumental o verde. 


No voy a citar grafiteros que me gusten, algunos nacionales o afincados por aquí que además contradicen y superan mi torpe generalización, tampoco voy a regodearme con el complejo patrio del atraso respecto a otros lugares, ni a compararme con las situaciones superiores que se tienen en los mismos, solo señalo que se lleva mucho tiempo haciendo lo mismo en este entorno, digamos artístico, y que ya es hora de currárselo más.


Mejor que estropear, crear o revindicar; mejor que una iglesia románica, un muro semi-derruido.

Otro día tal vez ponga algo mío, de cuando firmaba como UNNO  y me llamaban el salvaje, de cuando aún tenía sentido levantarse de madrugada y pasar frío.



Hoy no.

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